Chapter 19: X. Europa y la Revolución francesa - La Europa revolucionaria 1783-1815 (2023)

X. EUROPA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA

En un capítulo anterior vimos que, ya antes de la revolución en Francia, en numerosos países europeos se estaban produciendo movimientos políticos cuyo objetivo era transformar, de uno u otro modo, las tradiciones, instituciones y lealtades de la antigua sociedad aristocrática. Observamos tales movimientos en los Países Bajos austriacos (Bélgica), en las Provincias Unidas (Holanda), en Inglaterra, Irlanda, Suiza e, incluso, en Austria y Polonia. En ninguno de estos países, empero –con la posible excepción de Inglaterra–, alcanzaron estos movimientos, ya fueran iniciados por monarcas «ilustrados», «patriotas» de la clase media o (con menor frecuencia) por el mismo pueblo, resultados apreciables. Pero únicamente en Francia tuvo lugar una revolución en 1789 que no solamente derribaría gobiernos e instituciones políticas, sino que transformaría radicalmente el mismo orden social.

Resulta comprensible que los acontecimientos que se produjeron en Francia durante diez años dieran nuevo impulso e, incluso, en algunos casos, contenido revolucionario a movimientos posteriores. Ello fue unas veces debido a la propagación de las ideas revolucionarias francesas; otras, a la influencia ejercida por los ejércitos revolucionarios franceses de ocupación; y, en mayor o menor medida, a la acción que los pueblos en cuestión emprendieron contra sus propios gobernantes. El resultado de todo ello fue una transformación tal de la Europa del Antiguo Régimen que raro fue el país al oeste de Rusia y Turquía y al norte de los Pirineos que al final de la era napoleónica y revolucionaria, en 1815, no hubiera sufrido profundas transformaciones en su sociedad y sus instituciones políticas. Algunos historiadores han llegado a la conclusión, a la vista de este resultado y de los acontecimientos que les precedieron, de que la Revolución francesa no fue un fenómeno único y particular, sino una mera «fase» de una convulsión mucho más amplia que se ha denominado la revolución «occidental», «atlántica» o Es esta una cuestión interesante, sobre la que volveremos en el próximo capítulo.

La primera consecuencia de la Revolución francesa consistió en dividir a la sociedad europea en dos grupos diferentes y mutuamente hostiles: sus partidarios o «patriotas», de un lado, y sus enemigos o «contrarrevolucionarios», del otro. Mas esta división no resultó visible desde un primer momento, ya que la caída de la Bastilla y otros acontecimientos tempranos tuvieron, en general, buena acogida. Por supuesto, también se produjeron excepciones: la emperatriz Catalina de Rusia, los reyes de España y Suecia y Edmund Burke en Inglaterra fueron resueltamente hostiles a la Revolución casi desde el comienzo. No obstante, la reacción inmediata más habitual fue de entusiasmo, alivio, neutralidad benevolente o, incluso, una especie de júbilo malicioso. Los emperadores «liberales», como José II y su sucesor, Leopoldo II de Austria, eran hermanos de la reina de Francia y, sin embargo, al principio no parecieron excesivamente inquietos por su futuro. Los disidentes ingleses, los nobles liberales polacos y los reformadores de todas partes, ya fueran aristócratas o plebeyos, recibieron esperanzas y aliento del triunfante desafío al «despotismo» en Francia. Aún más interesante resulta el coro de entusiasmo que se elevó desde Madrid a San Petersburgo: poetas y científicos ingleses (Blake, Burns, Coleridge, Southey, Wordsworth, Priestley y Telford), poetas y filósofos alemanes (Wieland, Klopstock, Fichte, Kant, Hegel y Herder), illuminati, racionalistas y francmasones italianos, Beethoven en Alemania y Pestalozzi en Suiza. Muchos de ellos cambiarían de parecer posteriormente, pero, en aquel momento, muy bien pudieron aplaudir los arrebatos poéticos de Wordsworth y suscribir el parecer de Samuel Romilly (compartido por Charles Fox), para quien la Revolución en Francia fue «el acontecimiento más glorioso y el más feliz para la humanidad que se ha producido desde que se guarda memoria de los asuntos humanos». En algunos países, como en Inglaterra, por ejemplo, había otras razones que justificaban la satisfacción general con que se veían los sucesos de Francia. Francia era el enemigo tradicional y se suponía que las convulsiones que la sacudían la debilitarían durante años en su calidad de rival comercial y beligerante activo. Muchos franceses previsores consideraron esta posibilidad y algunos le dijeron a Arthur Young, ya antes de la toma de la Bastilla que «los ingleses tienen que regocijarse de nuestra confusión actual». Este era el punto de vista del gobierno de Pitt. Lord Grenville, por entonces ministro del Interior, escribía en septiembre que los franceses «durante muchos años no estarán en condiciones de perturbar la valiosa paz de que hoy disfrutamos». El mismo Pitt opinó de modo similar hasta 1792.

De esta forma, por una u otra razón, la Revolución francesa tuvo un buen comienzo y, durante 1789 y la mayor parte de 1790, hubo una disposición general a dejarla seguir su curso y se discutió relativamente poco acerca de las consecuencias explosivas y peligrosas que podría tener para los vecinos de Francia. No obstante, los acontecimientos posteriores y la interpretación que se dio de ellos en el extranjero cambiarían rápidamente esta actitud, haciendo su aparición el temor y la preocupación, especialmente entre las clases privilegiadas y poseedoras. Se pudo ver que la Revolución francesa era muy distinta de la americana; las reformas agrarias radicales, la expropiación de las propiedades eclesiásticas, la emigración de nobles y moderados, así como las historias que estos contaban, todo ello contribuyó a alarmar a la opinión conservadora. Gran cantidad de belgas, holandeses y alemanes, algunos ingleses, escoceses e irlandeses y muy escasos italianos, españoles y rusos, todos ellos demócratas y reformadores que, procedentes de sus países, llegaron a París y se empaparon de las nuevas ideas revolucionarias, al volver a sus países, o por medio de su correspondencia, fundaron clubes o periódicos, según el modelo de los franceses; en tanto que la propia prensa francesa tomó el periódico que dirigía Camille Desmoulins, y comenzó a interesarse cada vez más por los problemas de los «patriotas» simpatizantes de los franceses en el extranjero. Todo ello contribuyó a alarmar aún más a la sociedad respetable, de modo que cuando Edmund Burke publicó en noviembre de 1790 sus Reflections on the Revolution in France, halló un público bien dispuesto, que compró más de 30.000 ejemplares de la obra y agotó once ediciones en poco más de un año. A diferencia de la mayoría de los intelectuales contemporáneos, Burke condenó la Revolución desde el principio y en su totalidad. En lugar de saludarla como el medio necesario que habría de extirpar un mal antiguo de Francia, deploraba la destrucción del pasado, predicaba la santidad de la propiedad y la tradición y las virtudes del cambio gradual e, incluso, exaltaba los méritos del alto clero francés y de la reina María Antonieta. En su opinión, con los «Derechos del Hombre» los franceses se proponían demoler toda la estructura social, no solamente en Francia, sino también en todas partes, y lanzarse ciegamente por el sendero de la renovación total. Según él, «únicamente con precauciones infinitas podría aventurarse el hombre a desmontar un edificio que, durante tanto tiempo, ha respondido adecuadamente a las necesidades comunes de la sociedad, o a construirlo de nuevo sin tener ante sus ojos modelos o criterios que hubieran probado su utilidad». La emperatriz Catalina felicitó al autor por esta obra, que encontró gran cantidad de admiradores e imitadores en el extranjero, entre otros Friedrich von Gentz en Alemania y Mallet du Pan en Suiza. Las Reflections se convirtieron en la biblia indiscutible de la contrarrevolución en todos los países europeos.

Por supuesto, Burke tropezó con tanta enemistad como simpatía; en Inglaterra, ninguno de sus críticos se opuso a su defensa del Antiguo Régimen en Francia y del evolucionismo conservador con tanta energía y ventura como Thomas Paine, quien ya se había distinguido como libelista radical de la Revolución americana. En sus Rights of Man (1791), Paine contestaba a la apología que Burke hacía de la corte francesa con su famosa frase «Llora por el plumaje, pero se olvida del pájaro moribundo». Atacando el núcleo de la argumentación de su oponente, Paine sostenía que «la vanidad y la presunción de gobernar más allá de la tumba es la más ridícula e insolente de las tiranías». El libro tuvo mala acogida entre las clases poseedoras inglesas, y la situación se agravó cuando Paine continuó, en un segundo volumen, con un asalto frontal a la monarquía y a la Iglesia establecida británicas. Sin embargo, los reformadores, los disidentes protestantes, los demócratas, los artesanos londinenses y los trabajadores especializados del nuevo norte industrial leyeron sus obras con avidez: las ventas alcanzaron cifras prodigiosas, posiblemente por encima del millón de ejemplares. Con esto se inició la gran «polémica» sobre la Revolución francesa; en todas partes, la opinión política se dividió en dos grupos: partidarios y admiradores de los franceses –que, generalmente, aunque no siempre, pertenecían a las clases medias de profesionales, fabricantes y comerciantes y al artesanado de las ciudades– y sus más resueltos enemigos, aquellos que temían que la propiedad, la monarquía o la religión se hallaran en peligro por doquier. La contrarrevolución, así lanzada, adquirió una gran variedad de matices en los diferentes países; podía limitarse (como sucedió durante mucho tiempo en Inglaterra) a hostigar y perseguir a los «patriotas» y reformadores del propio país, a bloquear el camino de las reformas o bien a alentar sublevaciones entre los campesinos y los trabajadores urbanos bajo la consigna «rey e Iglesia» contra los partidarios de la revolución, como sucedió en Birmingham, Mánchester, Bruselas, Nápoles y Madrid; o también lanzarse a una intervención abierta contra la Revolución en Francia, bien subvencionando las actividades de los émigrés franceses y sus agentes, bien formando coaliciones militares con el fin de restaurar el antiguo orden en Francia. En todos los países, con excepción de Francia y sus vecinos, la contrarrevolución intentó un resurgimiento religioso para desacreditar la Ilustración y desanimar a los reformadores. Volveremos a considerar más adelante algunos de estos aspectos; aquí nos interesa especialmente la influencia de la Revolución francesa sobre los movimientos democráticos y revolucionarios en Europa.

No es de extrañar que esta influencia variara mucho de un país a otro. Algunos países, como Rusia y Turquía, estaban muy lejos de las fronteras francesas y sus tradiciones y evolución sociales los inmunizaban casi por completo contra la penetración de las ideas revolucionarias. Otros, como era el caso de Baviera y algunas partes de Bélgica, estaban protegidos contra la infección por un campesinado devoto y la situación predominante del clero. España tenía frontera con Francia, pero sus condiciones eran similares a las de Baviera y, además, solo contaba con una pequeña clase media culta que pudiera servir de vehículo a las nuevas ideas. La evolución de Inglaterra fue muy distinta, pero su posibilidad de resistencia, mayor que ninguna otra, procedía de su nivel de vida, relativamente alto, de su posición isleña y de su tradicional enemistad con Francia. Por otro lado, había países cuya posición geográfica, tradiciones culturales y evolución social les hacían accesibles a las ideas revolucionarias francesas y a la penetración de sus ejércitos. Tales países eran Holanda, Bélgica, los estados del Rin, Suiza e Italia. Todos los países sufrieron la influencia de los acontecimientos en Francia, pero únicamente en estos últimos se produjeron revoluciones según el modelo francés y, aun así, como ya veremos, ningún gobierno revolucionario consiguió sobrevivir a la retirada de la protección militar francesa.

Ya hemos visto que Inglaterra fue uno de los países en los que la Revolución francesa provocó una respuesta entusiasta desde el comienzo. Había varias razones que explicaban esta respuesta: Inglaterra tenía una prensa libre; sus gobernantes se sintieron más complacidos que ofendidos por el ataque francés al «despotismo»; además, tanto los disidentes religiosos como los reformadores parlamentarios o los lores de la oposición whig creían que se podían obtener ventajas políticas de los acontecimientos que tenían lugar al otro lado del Canal. Por último, y no menos importante, el país estaba pasando por los dolores y trastornos del nacimiento de la Revolución industrial. El ataque de Burke arrastró, naturalmente, a una serie de admiradores tempranos, pero, incluso después de que la opinión hubiera comenzado a volverse contra los franceses, estos encontraron partidarios entre una serie de elementos sociales que comprendían a radicales de la clase media, reformadores, aristócratas whig y portavoces de los artesanos londinenses y los trabajadores industriales del norte. Este apoyo se manifestó a través de diversas actividades. En Londres, el doctor Richard Price utilizó, como plataforma, la Sociedad Revolucionaria (fundada para conmemorar la «Gloriosa Revolución» de 1688) con el fin de exaltar las virtudes de los franceses, y la Sociedad envió mensajes de felicitación a la Asamblea Constituyente de París. Antiguas sociedades reformadoras renacieron a impulsos de los acontecimientos en Francia, en tanto que aparecían otras nuevas. La Sociedad para el Fomento de la Información Constitucional, del mayor Cartwright, fundada en 1780, que había languidecido durante largo tiempo, adquirió nuevas energías en 1791 y cayó bajo la influencia más radical de John Horne Tooke y Thomas Paine. En Mánchester, Sheffield, Norwich, Leeds, Nottingham y otras ciudades surgieron sociedades reformadoras y constitucionales que mantenían correspondencia con Francia y hacían colectas de dinero y bienes para los ejércitos franceses. Los whigs de Fox fundaron una sociedad más moderada de Amigos del Pueblo y se embarcaron en prolijas discusiones con Pitt y Grenville en las Cámaras del Parlamento. Pero la más importante de todas fue la Sociedad Londinense de Correspondencia, fundada por Thomas Hardy en enero de 1792, que no solo mantenía correspondencia con franceses y con sus numerosos afiliados en el interior del país, sino que actuaba como centro de agitación radical en Inglaterra; estaba compuesta por artesanos y pequeños comerciantes y constituyó la primera asociación política de trabajadores del mundo. Más que en ningún otro país fuera de Francia, la Revolución influyó considerablemente en los trabajadores industriales; pero esta influencia no era lo bastante profunda para resistir los embates de la persecución y la guerra. A partir de 1792, el gobierno de Pitt tomó activas medidas para suprimir el «jacobinismo» y las sociedades reformadoras, tanto en Inglaterra como en Escocia: el más severo de los castigos recayó sobre los «mártires» escoceses, Muir, Palmer, Margarot y otros, deportados a la bahía de Botany bajo la acusación de haber convocado una Convención británica en 1793. Los jurados de Londres fueron menos rigurosos que los tribunales judiciales escoceses, pero, con todo, el movimiento radical fue apagándose lentamente y quedó en estado de letargo durante unos quince años. El último brote se produjo, sin embargo, con los motines de Spithead y Nore, en 1797. En un primer momento, fueron rebeliones de los marineros contra los bajos salarios, la disciplina brutal y la comida inmunda, pero Parker, dirigente de la sublevación de Nore, era miembro de la Unión Irlandesa y el comité central, reunido en su barco, propuso zarpar en dirección a Texel y pedir protección a la Convención Nacional francesa. Resulta significativo, empero, que ni un solo barco obedeció la orden de zarpar y que los amotinados de Spit­head realmente reclamaron que se les enviase contra los franceses, una vez satisfechos sus agravios. En esta época ya había acabado la primera etapa del «jacobinismo» popular en Inglaterra.

Resulta extraño que el «jacobinismo» encontrara un terreno más favorable en Irlanda que en Inglaterra o Escocia. Era de suponer que los irlandeses, predominantemente campesinos y católicos, como los españoles y los bávaros, estarían menos dispuestos a dejarse influir por las ideas de la Ilustración y de la Revolución francesa que los ingleses o los escoceses, y así hubiera sucedido de no ser porque la rebelión irlandesa, a la que las concesiones de 1782 a 1784 habían logrado calmar momentáneamente, volvió a estallar al amparo de la guerra europea, en 1794. Esta vez, la rebelión tuvo dos vertientes: el movimiento de independencia nacional de la Unión Irlandesa, dirigido por el católico lord Edward Fitzgerald y el protestante Wolfe Tone, y la rebelión agraria de masas, protagonizada por el campesinado irlandés, hambriento de tierra. Los dirigentes aristocráticos y de la clase media eran indudablemente hombres de la Ilustración, habían leído a Rousseau, predicaban los «Derechos del Hombre» y la tolerancia religiosa, y Tone y Fitzgerald habían ido a Francia a discutir sus planes con miembros de la Convención Nacional. Los campesinos católicos profesaban un odio tan profundo a su enemigo tradicional del otro lado del estrecho de San Jorge que encendían velas por la victoria de las armas francesas y se disponían a dar la bienvenida a una invasión procedente de Francia. El primer intento que realizó Hoche de desembarcar en el invierno de 1796 a 1797 resultó prematuro y fallido. Se planteó un segundo desembarco para la primavera de 1798, pero el gobierno británico se enteró de los planes y detuvo a los dirigentes rebeldes cuando estos se preparaban para embarcarse con rumbo a Francia. La rebelión campesina, que había de coincidir con un desembarco que no se llegó a producir, estalló en junio, acabando en una despiadada represión. Cuando, por fin, llegó la flota del general Humbert en septiembre de 1798, ya era demasiado tarde. Este había de ser el último intento de desembarco, con lo que Inglaterra escapó (quizá menos milagrosamente de lo que entonces se creyó) del mayor peligro que se cernió sobre ella antes de la amenaza de invasión de Napoleón en el año 1805.

Aunque su estructura social impedía a Polonia seguir los pasos de la Revolución francesa, también este país resultó muy afectado por los sucesos que tuvieron lugar en Francia. Francia fue durante mucho tiempo aliada de Polonia y, entre todos los países, era aquel al que los polacos preocupados por la existencia de su país miraban con mayores esperanzas para oponerse a las ambiciones de sus vecinos rusos, prusianos y austriacos. El estallido de la Revolución en Francia provocó una respuesta más o menos entusiasta entre los intelectuales polacos, los miembros liberales de la szlachta (nobleza) e incluso su rey, el antiguo amante y protégé de Catalina, Estanislao Poniatowski. Al igual que en el caso de los irlandeses, lo que empujaba a los polacos hacia el campo de los revolucionarios franceses era el miedo a una invasión extranjera. Pero los polacos fueron más lejos que los irlandeses: fundaron un club «filosófico» en casa del príncipe Radziwill, que se ganó el airado calificativo de «jacobino» por parte de Catalina, y, mediante un coup d’état político, obligaron a la Dieta a adoptar una constitución en mayo de 1791 que, en muchos aspectos, era similar a la que los franceses habían adoptado aquel mismo año. La Constitución introducía muchas innovaciones: la Dieta se declaraba representante de «la nación en su totalidad», se abolía el liberum veto que, durante mucho tiempo, había venido obstaculizando todas las iniciativas legislativas y ejecutivas, el trono se tornaba hereditario y los jueces electivos. No obstante, como creación de los nobles liberales, la Constitución conservaba un carácter aristocrático. Únicamente un puñado de burgueses tenía acceso a la Dieta y, lo que era más importante, el orden social quedaba tan inalterado por aquellas reformas como había quedado el de Rusia y Prusia tras las de sus respectivos «déspotas ilustrados»; es cierto que los campesinos gozaban ahora de la protección de la ley, pero la servidumbre seguía en pie. Aun así, estas reformas menores resultaron excesivas para los magnates más conservadores, quienes invitaron a Catalina a enviar un ejército ruso que obligase a Estanislao a derogar la Constitución. Poco después se producía el segundo reparto de Polonia entre sus tres poderosos vecinos. Esta nueva humillación nacional impulsó al patriota Kosciusko a dirigir una insurrección en la primavera de 1794. Esta vez se produjo una especie de movimiento popular nacional; Kosciusko encontró partidarios entre los artesanos y el pueblo trabajador de Varsovia. Los franceses, sin embargo, no podían ni querían (ya habían perdido todas sus simpatías por la causa de la aristocracia liberal polaca) prestar ayuda; a la rebelión siguió un tercer reparto y Polonia desapareció durante algunos años del mapa.

Hungría era un país con una sociedad y unas instituciones similares a las de Polonia; también tenía problemas «nacionales»: ya hemos visto su lucha contra María Teresa y contra el emperador José II, sobre todo. Pero el nacionalismo húngaro, si es que lo había, no pasaba de ser superficial: las grandes familias nobles hablaban alemán y únicamente hacían alarde de su adhesión a la lengua y tradiciones magiares a fin de conseguir el apoyo popular para sus rencillas privadas con la monarquía de los Habsburgo, que había usurpado sus «libertades». Los dirigentes de la revolución aristocrática contra José II citaban a Rousseau y a Voltaire, pero cuando Leopoldo II sucedió a aquel, insistieron en que se restaurase la servidumbre en sus posesiones, como precio a su adhesión. Sin embargo, la nobleza húngara continuó haciendo gala de sentimientos revolucionarios y, en 1793, la Dieta redactó un acta constitucional y una Declaración de los Derechos del Hombre, a imitación de la francesa, ambas retiradas dócilmente cuando el nuevo emperador, Francisco II, que había renunciado a los experimentos liberales de sus antecesores, se opuso a ellos. En realidad, tanto en Hungría como en Austria, los únicos «jacobinos» auténticos, que no solamente creían en la democracia, sino que tenían un programa político, eran pequeños grupos de oficiales, escritores, abogados, profesores y funcionarios públicos de la clase media, hombres como Lacskovicz, antiguo oficial, o Martinovicz, amigo de Condorcet, que se habían formado tanto en la escuela del «josefismo» como en la de la Ilustración y la Revolución francesa. Martinovicz y sus seis compañeros de «conspiración» fueron ejecutados en mayo de 1795, pocos meses después de que fueran ahorcados dos de sus compañeros austriacos en Viena. Su fracaso se debió a su divorcio del pueblo y a su imposibilidad de movilizar políticamente a los campesinos, hambrientos de tierra y cansados de la guerra. Pero sus ideas pervivieron y fueron ellos, y no los nobles rebeldes de 1788 a 1790, los auténticos precursores de la primera revolución nacional húngara de 1848.

De todos los países limítrofes con Francia, el menos afectado por su ejemplo fue España. En un capítulo anterior hemos visto que la sociedad y las instituciones españolas del siglo XVIII tenían mucho en común con las francesas en algunos aspectos; pero su clase media era más débil y menos madura; su campesinado, más pobre, analfabeto y sujeto a la dominación de los sacerdotes y los señores; su nobleza tenía menos razones que la francesa para competir por el dominio del gobierno central; y, por último, el país estaba dividido entre un norte y un este relativamente prósperos y un centro y un sur agobiados por la pobreza. Por estas y otras razones, la Ilustración hizo pocos progresos fuera de los principales centros urbanos, no se produjo «revolución aristocrática» alguna y la Revolución francesa, incluso en sus comienzos, despertó pocas simpatías y escaso apoyo. Por si fuera poco, la Iglesia y el gobierno españoles recurrieron desde el principio a una represión sistemática de los «patriotas» e impusieron una cortina de silencio sobre todas las noticias procedentes de Francia: incluso las Reflections de Burke eran sospechosas, debido a los problemas que abordaban, y estuvieron largo tiempo condenadas por la Inquisición. Por todo ello, los demócratas españoles podían hacer muy poco, como no fuera emigrar al otro lado de la frontera, donde, en suelo francés, se reunieron pequeños grupos de «jacobinos», en Bayona y en otros lugares. Cuando los ejércitos franceses comenzaron a ocupar las ciudades y provincias españolas, en 1793, tropezaron con una singular resistencia ideológica. Se predicó una verdadera cruzada por la «religión, el rey y el reino», contra el francés impío, cruzada que ganó amplio apoyo popular hasta en las grandes ciudades, como Barcelona y Madrid. En 1797 y 1798 hubo revueltas populares en contra del aumento de los precios de los alimentos en Guadalajara, Sevilla y Asturias; pero, por entonces, España era ya la aliada de Francia contra Inglaterra. Es significativo, sin embargo, que la guerra contra Gran Bretaña fuera menos popular que la guerra contra Francia. España ofreció un ejemplo temprano de aquel conservadurismo militante de «Iglesia y rey» que, especialmente en las comunidades campesinas católicas, demostró ser un valioso auxiliar para los ejércitos de los enemigos de Francia.

El «jacobinismo» hizo escasos progresos (aunque, sin duda, existía) en Rusia, los Balcanes y los países escandinavos y aún menos en lugares tan alejados como Constantinopla, Aleppo y Esmirna; por tanto, nos limitaremos a considerar la temprana influencia de la Revolución en los pueblos cercanos a las fronteras orientales y sudorientales de Francia. Ya vimos que algunos de estos, como los holandeses, los belgas y los ginebrinos, se vieron envueltos en conflictos políticos con sus gobernantes antes de julio de 1789. Cuando los patriotas holandeses fueron abandonados por sus aliados franceses, antes de la victoria orangista de 1787, cerraron sus clubes y sociedades, pero, con las noticias del estallido de la Revolución francesa, dos años después, volvieron a abrirlos. Sin embargo, los patriotas holandeses eran precavidos y relativamente inactivos; en enero de 1793, una vez que los ejércitos franceses invadieran Bélgica, el representante de Francia en Ámsterdam informaba al Ministerio de Asuntos Exteriores en París de que el partido patriota no existía en La Haya y de que en Ámsterdam y Rotterdam era débil. Además, a diferencia de los jacobinos en Francia, este partido, compuesto fundamentalmente por ricos comerciantes y fabricantes, estaba descontento con el estatúder y los regentes de la ciudad, pero conservaba un saludable respeto hacia la propiedad privada y le preocupaba la suerte que podrían correr sus negocios y fortunas. Por este motivo, los patriotas se mostraron poco decididos a sostener a los ejércitos franceses cuando estos ocuparon por algún tiempo el Brabante holandés en febrero de 1795. Durante las semanas siguientes, a medida que Dumouriez se retiraba a través de Bélgica antes de pasarse a los austriacos, revivió la actividad de los patriotas. No obstante, dos de las siete provincias –Zelanda y Gelderland– continuaron prestando inquebrantable adhesión a la causa del estatúder. En general, la mayoría de los habitantes del campo y de las ciudades parecía ver en los franceses meros aliados de la burguesía. Por todo ello, en contra de lo que los franceses esperaban, la tanto tiempo deseada revolución de los patriotas holandeses se fue demorando y únicamente estalló cuando los franceses ocuparon el país en enero de 1795.

Como ya vimos en el capítulo II, en Bélgica comenzó en 1787 una especie de revolución nacional contra las innovaciones de José II. En sus inicios, esta revolución tomó la forma de una «revolución aristocrática», dirigida por el Partido de los Estados de Van der Noot, aunque pronto apareció una dirección rival con el partido democrático moderado de J.-F. Vonck. Al igual que en Inglaterra y en las Provincias Unidas, el estallido de la Revolución francesa se recibió con gran entusiasmo en todo el país, aunque aquí esta influencia actuó también como estímulo para la rebelión abierta. Vonck se puso inmediatamente en contacto con las nuevas autoridades de París; los voluntarios «patriotas» se enrolaron en Brabante y en el vecino obispado independiente de Lieja, cuya población se alzó y expulsó al obispo; un ejército «patriota», al mando del general Vandermersch, expulsó a los austriacos de Gante y Bruselas. En diciembre, tras ofrecer escasa resistencia, los austriacos se retiraron de las provincias belgas. Una vez conseguida su independencia nacional, los belgas parecían dispuestos a seguir los pasos de la Revolución francesa; los vonckistas pretendían reorganizar las instituciones, siguiendo un modelo más democrático. Pero los acontecimientos en Francia, además de fortalecer momentáneamente a los demócratas frente a sus rivales, también consiguieron abrir un abismo más profundo entre los partidos belgas y dividir en dos el país. El Partido de los Estados tenía el sólido respaldo de la Iglesia católica y los gremios de comerciantes, con cuyo apoyo consiguió proclamar en enero unos Estados Unidos de Bélgica, basados en el modelo más conservador de los Estados Unidos de América y no en el de Francia, como querían sus rivales. Se inició una «caza de brujas» contra los vonckistas, cuyos moderados objetivos reformistas se presentaban como parte de un complot siniestro para destruir las tradiciones y «libertades» fundamentales de Bélgica. En Bruselas, que en diciembre aclamó a los «patriotas» y voluntarios, estalló una insurrección popular contra ellos en marzo. Durante la insurrección fueron asaltadas y destruidas las casas de ricos vonckistas, lapidados y desarmados los voluntarios y un dirigente «patriota» obligado a arrodillarse y a declarar: «Por orden del pueblo de Bruselas reconozco que la Sociedad Patriótica, de la que soy miembro, no es más que una banda de bribones». Muchos demócratas fueron arrestados, mientras los demás buscaban refugio en Francia. De este modo, una «revolución aristocrática», enfrentada con las consecuencias de un alzamiento nacional revolucionario, se convirtió en una contrarrevolución. Aprovechándose de estas divisiones, los ejércitos austriacos regresaron en diciembre de 1790, reinstalaron al obispo-príncipe de Lieja y restablecieron el statu quo en las provincias belgas. Cuando vieron que sus enemigos patricios habían sido depuestos de los cargos públicos, muchos demócratas regresaron del exilio a esperar la «liberación» de su país y la suya propia de mano de los franceses.

Los cantones suizos y sus territorios asociados estaban formados por zonas rurales, algunas de las cuales disfrutaban de una especie de democracia primitiva, así como por ciudades-estado gobernadas por obispos y aristocracias mercantiles. En el decenio de 1760 se luchó, con éxito temporal, como ya vimos, contra esta forma oligárquica de gobierno en la ciudad de Ginebra. La Revolución francesa contribuyó a desarrollar el movimiento democrático y a extenderlo a otros cantones. En el año 1790 se fundó un Club Helvético entre los suizos refugiados y los demócratas residentes en París; editaban su propio periódico, distribuían propaganda revolucionaria en los cantones e invitaban a sus compatriotas del interior a seguir su ejemplo. Los suizos alemanes también se contagiaron con el ejemplo de la vecina provincia de Alsacia, francesa aunque de habla alemana. En Basilea, los «patriotas», dirigidos por Peter Ochs y Gobel (que más tarde sería obispo constitucional de París), iniciaron tal agitación entre los campesinos que el obispo se atemorizó y llamó a las tropas austriacas para que restauraran el orden. Después de la primera victoria francesa en esta región, los demócratas votaron por la unión con Francia y parte de los territorios del obispo pasaron a formar el nuevo departamento francés de Mont-Terrible (marzo de 1793). También se produjeron insurrecciones campesinas en los distritos rurales de Vaud y Valais, que fueron reprimidas con todo rigor, y sus dirigentes ahorcados. En Ginebra, los demócratas, a quienes la intervención francesa de 1782 había arrebatado su primera victoria parcial, volvieron al poder de nuevo en diciembre de 1792 e hicieron extensivos los derechos de ciudadanía a todos, incluidos burgueses y nativos. Se instituyó un comité revolucionario para gobernar la ciudad, se fundaron clubes jacobinos (eran 50 en 1793), se instaló un Tribunal Revolucionario al que siguió un «reino del terror», durante el cual se apresó y ejecutó a muchos patricios o bien se les hizo pagar grandes impuestos. Sin duda este fue el estadio más avanzado que alcanzó la revolución en Suiza, pero fue probablemente en Zúrich, en la Suiza germanófona, donde la Revolución francesa consiguió más adeptos: entre estos se contaban personajes tan distinguidos como el pintor Fuseli, el reformador de la educación Pestalozzi y el pastor protestante Lavater, amigo de Roland. Todos ellos formaron un club revolucionario que, en 1794, lanzó un programa general de reformas políticas y sociales. Los «conspiradores» fueron cercados y 260 personas encarceladas o exiliadas. Pero la agitación prosiguió, extendiéndose a los distritos rurales vecinos de Glarus y St. Gall. En septiembre de 1798, los campesinos de St. Gall obligaron a su abad a cambiar parte de sus obligaciones feudales por una pequeña cantidad de dinero. En realidad, la fortaleza del movimiento revolucionario suizo en varios cantones, a diferencia de las provincias holandesas y belgas, residía en su composición tanto de miembros de las clases medias de las ciudades como de elementos campesinos.

Las reacciones alemanas ante la Revolución francesa fueron similares a las inglesas en un principio, pero también acusaron mayor variedad y sus consecuencias tuvieron mayor duración. Al margen de un pequeño número de grandes estados soberanos, como Prusia, Baviera y Sajonia, Alemania se componía de un conglomerado de ciudades libres y pequeños principados, tanto eclesiásticos como laicos, los cuales, si bien eran virtualmente soberanos, aún debían cierta obediencia al ya moribundo Sacro Imperio Romano: solo los estados del Rin, con una población de 1.300.000 habitantes, tenían más de 97 gobernantes distintos: duques, margraves, langraves, caballeros imperiales y electores y príncipes eclesiásticos. La confusión y multiplicidad de las instituciones políticas únicamente era superada por las de la situación social. Por regla general, se excluía a las clases medias de los asuntos públicos y, con excepción de las regiones occidentales y del estado de Baden, en el Sur, la servidumbre prevalecía en todos los demás. Sin embargo, el vigor de la vida intelectual y las instituciones alemanas contrastaba fuertemente con estas obstinadas supervivencias del pasado medieval. Ningún otro país tenía más y mejores universidades, ningún otro tenía una prensa tan floreciente (únicamente en el decenio de 1780 aparecieron 1.225 periódicos) y muy pocos países, si es que había habido alguno, produjeron una cosecha tan rica de talentos literarios y académicos durante los últimos treinta años. Fue la época de la Aufklärung (Ilustración), el periodo romántico del Sturm und Drang («Tormenta e ímpetu») de Goethe y Schiller y de un profundo renacimiento literario y cultural. Entre las ideas «ilustradas», habían arraigado las de Montesquieu y Rousseau, que, especialmente desde la Revolución americana, se venían discutiendo intensamente en la prensa, en las universidades, en las logias masónicas, en los clubes literarios y en los grupos de illuminati. En estos círculos, la Revolución encontró una respuesta casi unánime. Johannes von Müller, historiador suizo y secretario del arzobispado de Maguncia, saludó la caída de la Bastilla como el acontecimiento más feliz desde la caída del Imperio romano y el historiador Herder la consideró como el momento más importante desde la Reforma. Entre los poetas que aclamaron el acontecimiento se contaban los venerables Klop­stock, Wieland, Bürger, Hölderlin, Tieck y Wackenroder. Goethe y Schiller, sin embargo, aunque no eran hostiles, se mostraron relativamente indiferentes. Otros partidarios incluían, entre los filósofos, a Kant, Hegel, Fichte y Schlegel y, entre los periodistas políticos, a Schlözer en Gotinga y a Archenholz y Nicolai en Berlín. Hamburgo, la ciudad de Klopstock, celebró la Revolución con odas y banquetes, y gobernantes como el duque de Brunswick, el duque y la duquesa de Gotha y el príncipe Enrique de Prusia se sumaron al coro de alabanzas.

No obstante, también se escucharon voces disidentes, como las de los whigs a la vieja usanza, como Rehberg y Brandes en Gotinga. A estos se unieron inevitablemente otros, a medida que la Revolución avanzaba, esto es, cuando el fin del «despotismo» y del «privilegio» fue seguido de la venta de tierras de la Iglesia, la emigración, la caída y ejecución del rey, el Terror, la dictadura jacobina y el experimento democrático, y cuando las Reflections de Burke comenzaron a ejercer su hechizo sobre las mentes conservadoras. Uno de los primeros conversos fue Schlözer, quien, después de las «jornadas» de octubre en Versalles, comenzó a deplorar la «irreflexiva tiranía del populacho». Johannes von Müller, tan entusiasta al principio, comenzó a vacilar hacia 1790 y, en 1793, clamaba contra «esos locos y monstruos de Francia». Más radical fue la conversión de Friedrich von Gentz, quien, tras haber sido admirador de Rousseau y Mirabeau, se dejó convencer por la argumentación de Burke y, como el mismo Burke, pasó a ser el oráculo dirigente de la cruzada contrarrevolucionaria contra Francia. Para otros, más radicales, entre los que se contaban Wieland, Jean-Paul Richter, Schleiermacher, Klopstock y Hegel, la desilusión acaeció con el Terror o con la ejecución de Luis XVI, en tanto que Goethe y Schiller, aunque no eran indiferentes, mantenían su distanciamiento olímpico. Algunos, empero, jamás perdieron su entusiasmo, como los poetas Bürger, Tieck y Wackenroder, los filósofos Herder, Fichte y (de modo más inseguro) Kant, y George Forster, bibliotecario de la Universidad de Maguncia, quien no solamente sancionó la ejecución del rey y saludó el establecimiento de la República, sino que se convirtió en una figura dirigente durante la revolución de Maguncia, que siguió a la ocupación de la ciudad por las tropas del general Custine en el otoño de 1972.

A largo plazo, no cabe duda de que la actitud de los intelectuales tuvo gran importancia para determinar el futuro de Alemania, pero la influencia de la Revolución en otros sectores de la sociedad, esto es, sobre la burguesía, los políticos y los campesinos de una serie de ciudades y estados, tuvo un significado más inmediato. De todos estos, los más expuestos al «contagio» francés eran los de las provincias del Rin, colindantes con la frontera oriental de Francia. Las posesiones de los electores de Colonia, Tréveris y Maguncia y las de los gobernantes de Baden y del Palatinado bávaro estaban atrapadas, por decirlo así, entre las tenazas de las revoluciones de Alsacia y Lieja. En Baden, los disturbios campesinos carecieron de importancia y fueron rápidamente aplastados; en el Palatinado se produjeron motines en Lardau y Zweibrücken, donde los campesinos se sublevaron contra los derechos de caza de la nobleza y se negaron a pagar sus deudas. Los principados eclesiásticos de Colonia, Tréveris y Maguncia resultaron más profundamente afectados, en parte debido a la influencia de Elogius Schneider, exfranciscano y antiguo profesor en Bonn, quien, expulsado por el elector de Tréveris, ocupó un puesto en la Universidad de Estrasburgo, al otro lado de la frontera, donde se convirtió en una figura política destacada. En Colonia, el Tercer Estado, tomando ejemplo de los franceses, exigió el fin de la desigualdad fiscal; en Bonn, los «patriotas» fundaron un club revolucionario; en Maguncia, cuyo elector se hizo doblemente impopular al sumarse a la guerra de Austria y Prusia contra Francia (abril de 1792), los habitantes de las ciudades se amotinaron contra la elevación de los precios y los campesinos contra las exacciones de los señores. De este modo, aquí, como en los cantones suizos, los ejércitos franceses victoriosos de 1792 y 1794 iban a encontrar una situación que favorecía sus fines políticos y militares.

Más allá del Rin, la influencia de Francia fue menos clara y únicamente se hizo perceptible en tiempos de Napoleón. En Sajonia, los campesinos protestaron contra la corva y las obligaciones feudales; pero Sajonia, como Mecklenburgo en el norte, se contaba entre aquellas zonas que resultaron relativamente ilesas frente a toda la experiencia revolucionaria y napoleónica. Baviera apenas si resultó afectada hasta la llegada del Directorio, cuando los franceses ocuparon por un momento Múnich y los illuminati y su dirigente, Montgelas, comenzaron a ejercer mayor predominio en la Corte. Como ya hemos visto, Hamburgo saludó a la Revolución con banquetes y, un año más tarde, los comerciantes liberales de la ciudad, inspirados por George Sieveking, acomodado príncipe-comerciante y mecenas de las letras, celebraron la fiesta de la Federación y continuaron haciéndolo durante varios años más. Pero, en realidad, las relaciones con Francia tenían tanto valor político como comercial y una vez que Hamburgo (por exigencias del Imperio) entró en guerra contra los franceses como aliada de los ingleses, el entusiasmo por Inglaterra comenzó a eclipsar al entusiasmo por Francia. Más tarde, después de que Napoleón anexionara Hamburgo, este fue uno de los pocos estados alemanes que se sublevaron contra su gobierno. En Prusia, la influencia de la Revolución fue más profunda y duradera. El sucesor de Federico el Grande, Federico Guillermo II, fue un gobernante débil e indolente y su reinado vio un renacer aristocrático y clerical. Sin embargo, los franceses contaban con aliados en la Corte: el príncipe Enrique y Hertzberg, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Federico, quien dirigía un partido de la paz que ayudó a acortar la guerra que había estallado contra Francia en 1792. La burguesía liberal, aunque vacilante, nunca fue completamente hostil a la Revolución. Se decía, además, que los jóvenes oficiales estaban infectados de ideas francesas; entre 1794 y 1796 se formaron sociedades secretas en Silesia por iniciativa de un grupo que comprendía a un hombre de negocios, un capitán del ejército y dos funcionarios del gobierno. Silesia fue también escenario de importantes disturbios populares: en el invierno de 1792, los campesinos se negaron a pagar sus deudas a los junkers; poco después, se sublevaron los tejedores a causa de los salarios y reclamaron la ayuda de los franceses. En 1793 se produjeron disturbios en Breslau y una revolución sangrienta entre los polacos de Silesia; en 1796, el «espíritu de revolución» generalizado entre los campesinos de Silesia se atribuía a la agitación que realizaron los soldados desmovilizados tras la guerra contra Francia. A largo plazo, la mayor parte de Alemania quedó transformada después del periodo revolucionario y napoleónico, pero durante los primeros años las zonas más afectadas no fueron las del norte, el sur o el centro, sino zonas fronterizas periféricas, las provincias del Rin y de Silesia.

También en Italia se dieron factores que favorecieron el progreso de las ideas revolucionarias francesas: una gran clase media culta y en buena parte anticlerical, ya iniciada en las enseñanzas de la Ilustración, un resentimiento muy extendido contra la dominación extranjera de los austriacos en el norte y en el centro y de los españoles en el sur, una nobleza que, en muchos aspectos, compartía las opiniones avanzadas y las aspiraciones políticas de la clase media culta y una agitada masa de campesinos descontentos. Sin embargo, después del entusiasmo inicial, también aquí se hizo en seguida patente la debilidad del movimiento. En un país tan dividido, la primera dificultad residía en concertar los esfuerzos dispersos de los varios grupos que, en respuesta a las doctrinas revolucionarias de los franceses, comenzaban a pensar en términos de unidad y liberación nacionales. Existía también el problema, mucho mayor aún, de encontrar un común denominador político para la clase media acomodada, los «jacobinos» aristocráticos y los campesinos y masas urbanas empobrecidos. La primera de estas dificultades empezó a resolverse cuando el mismo Bonaparte apuntó a la solución imponiendo una especie de sistema unificado de administración en la mayor parte de la península italiana; el segundo problema resultó mucho más difícil de resolver en el sur, pobre y católico, que en el norte, más próspero y anticlerical. El reino de Piamonte, en el norte, y Cerdeña tenía la ventaja adicional, además, desde el punto de vista de los aspirantes a revolucionarios, de estar junto a la frontera francesa e incluir la provincia de Saboya, donde hacía mucho tiempo que existía un movimiento a favor de la unificación con Francia. Saboya fue la primera provincia italiana en rebelarse y, en 1789, los campesinos, que se habían liberado de los derechos señoriales, se negaron a pagar ninguna compensación a los terratenientes. Poco después, en el vecino Piamonte, los campesinos que se habían sublevado a favor de una reforma agraria se declararon ciudadanos de Francia, en tanto que en Turín, la capital, se producía un intento «jacobino» de derribar el gobierno en 1794. También en Bolonia las simpatías pro francesas unían a las clases cultas y al pueblo llano, al igual que en otras partes del norte; pero, más hacia el sur, los burgueses librepensadores, los illuminati y los «jacobinos» de la clase media solían estar aislados, e incluso ser objeto de profundas sospechas y odios populares. En Nápoles, las logias masónicas y las sociedades «patriotas» eran, probablemente, más fuertes y numerosas que en cualquier otra parte de Italia, pero cuando los «jacobinos» intentaron dirigir una insurrección contra los gobernantes en 1794, el pueblo llano se mantuvo obstinadamente al margen. No es sorprendente que, al igual que en España y Bélgica, la Iglesia y los círculos gobernantes pudieran explotar aquellas antipatías y emplearlas en su propio beneficio. En enero de 1793, un enviado francés, Hugo de Bassville, fue asesinado en el curso de una sublevación popular y, en Nápoles, los pobres de la ciudad, aunque hostiles al «jacobinismo», al que asociaban con los ricos de la clase media, respondían, en cambio, a la consigna de «Iglesia y

Durante los primeros años de la Revolución francesa la reacción en Europa fue, pues, muy diversa. Si dejamos de momento a un lado la contrarrevolución y las actitudes de los gobiernos, ¿cómo podemos resumir brevemente la influencia de la Revolución en los países de Europa en vísperas de la expansión y las conquistas militares francesas? De un lado, hubo países como Turquía, Rusia, España, los Balcanes, Austria, Hungría y los estados escandinavos que, a despecho de pequeños brotes de «jacobinismo», durante esta época resultaron relativamente inmunes a la Revolución en Francia. Hubo países, como Inglaterra y Escocia, en los cuales el apoyo inicial a las ideas revolucionarias francesas había muerto de muerte natural hacia 1795, o se había paralizado y resultado ocultado por la represión y la influencia de la guerra. Hubo otros países, como Polonia e Irlanda, en los que, por razones verdaderamente excepcionales, la Revolución francesa encontró un amplio apoyo, pero dado que se encontraban fuera de las posibilidades francesas de ayuda militar, sus rebeliones fueron sojuzgadas con facilidad. Entre los vecinos más cercanos de Francia, la abortada «revolución» de los patriotas de Holanda en 1787 recibió nuevos bríos con los acontecimientos franceses, pero durante la primavera de 1793 aún tenía poco aspecto de evolucionar hacia una rebelión abierta. Únicamente en Bélgica había una situación revolucionaria en el verano de 1789 y en Lieja y Brabante la influencia de la Revolución francesa hizo estallar la crisis; sin embargo, la contrarrevolución interna y la restauración del poder austriaco debilitaron posteriormente el movimiento democrático. Por último, la influencia de la Revolución francesa fue notable en algunas zonas de Alemania y Suiza y en la mayor parte de Italia; no obstante, al igual que en Holanda, el entusiasmo por las ideas francesas quedó confinado a la clase media de las ciudades y a los círculos cultos, y únicamente en un puñado de cantones suizos, en los estados alemanes del Rin, en la Silesia prusiana y en las provincias italianas del Piamonte y Saboya estalló un movimiento popular hacia 1793, a consecuencia de los acontecimientos de Francia.

En el capítulo siguiente veremos cómo la entrada de Francia en la guerra, sus victorias y su expansión militar afectaron a estos diversos movimientos.

[1] Este asunto ha sido examinado por R. R. Palmer en «The Revolution of the West, 1763-1801», Political Science Quarterly (marzo de 1954); y en The Age of the Democratic Revolution, vol. I, The Challenge, pp. 4-6; por J. Godechot en La Grande Nation (2 vols., París, 1956), I, pp. 7-37, y en Les Révolutions (1770-1799) (París, 1963); y por Godechot y Palmer en una ponencia conjunta para el X Congreso de Ciencias Históricas (Roma, 1955), titulada «Le Problème de l’Atlantique du au siècle», Relazioni del X Congresso Internazionale di Scienze Storiche (Florencia, s. d.), pp. 172-239. Véase también P. Amann (ed.), The Eighteenth-Century Revolution: French of Western? (Boston, 1963).

[2] Véase E. I. Hobsbawm, Primitive Rebels (Mánchester, 1954), pp. 112-113 [ed. cast.: Ariel]; y The Age of Revolution (Londres, 1962), pp. 82-83 [ed. cast.: Guadarrama, Madrid, 1974].

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Last Updated: 02/01/2023

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